SEÍSMO
La conoció en la Ciudad Blanca un día gris de invierno. Desayunaba, como solía hacerlo los sábados, en un popular café del Chiado en el que sólo era posible la tranquilidad a primera hora de la mañana y a última de la noche; llovía y hacía un frío intenso. Estaba situado en la barra, como de costumbre. Le gustaba contemplar a todos aquellos turistas y aspirantes a escritores que se sentaban contra la pared espejada y sacaban sus cuadernos para anotar las primeras ocurrencias del día.
Entonces entró ella. Era menuda, desgarbada, el tipo de mujer en la que él nunca se hubiera fijado. Pero cuando se sentó y se despojó de su atuendo compuesto de gorro, anorak y bufanda, dejando al descubierto ese vacío que delata a los seres profundamente heridos, atrajo su atención y ya no pudo apartar sus ojos de ella. No fue algo que hiciera a conciencia; sencillamente, mientras engullía un croissant ligeramente bañado en el café, y con el interés que le suscitaba el ejemplar del diario local que había sobre la barra, no podía dejar de mirarla. Ella no tardó en percibir esa extraña atracción que, al parecer, fue recíproca, aunque él tampoco respondiera al tipo de hombre en el que ella hubiera posado sus ojos. Sin embargo, aquello no parecía ser sino una más de las pruebas irrefutables que demuestran que lo que somos, esencialmente, se escapa a nuestro control, y que los motivos por los que nos acercamos al otro no dejan de ser un misterio; motivos que a veces estriban en detalles tan insignificantes como el modo que la otra persona tiene de quitarse una prenda, coger una taza o esbozar una sonrisa. Lo paradójico fue que una situación tan extraña diera pie a un acercamiento tan natural y espontáneo. Él se aproximó hasta su mesa, y ella, con la mayor naturalidad, retiró de la silla de al lado todas las prendas de ropa que se había quitado hacía unos instantes. Llevaba una guía de la ciudad. A él le sorprendió, ya que parecía moverse con familiaridad. Pensó que tal vez llevaría varios días en la capital a juzgar por lo desgastado que se presentaba su libro de cubierta azul.
Pasaron el resto del día juntos, apartados de los circuitos turísticos. Él le mostró la ciudad desde otro ángulo, y hablaron poco, por no decir nada, y no debido a dificultades idiomáticas, sino porque no parecían necesitar hacerlo. Entre los pocos comentarios que interrumpieron su deambular silencioso por las estrechas calles ella dijo: “Es curioso, en esta ciudad tengo la sensación de que la tierra está temblando continuamente bajo mis pies”. Él le explicó que la ciudad entera estaba diseñada para protegerse de los frecuentes, aunque habitualmente leves, movimientos de tierra que formaban parte de su naturaleza, y ella asintió con una sonrisa que parecía guardar el residuo de alguna reflexión o pensamiento anterior.
Almorzaron en el Farta Brutos, local que él frecuentaba con su hija cuando le visitaba en sus periodos vacacionales. Ahora, al tener a aquella mujer frente a él, llevándose un pedazo de pan a la boca, o rebañando con la cucharilla de postre la especialidad de la casa con esa glotonería tan típicamente infantil, era como si contemplara a su propia hija, siendo la única diferencia que esta mujer no lo era y ese simple hecho era suficiente para que todo adquiriera una dimensión diferente. Por momentos se sentía un poco ridículo junto a aquella diminuta mujer que contrastaba con su corpulencia, al margen de la diferencia de edad, unos veinte años según sus cálculos. Conforme el día fue transcurriendo y la proximidad de la noche se iba haciendo palpable, a los dos pareció asaltarles el temor a no saber cómo poner un punto final a su encuentro. Él deseaba prolongarlo, ella le dijo que partía de la ciudad al día siguiente.
Una vez cerrado uno de los pocos locales del Barrio Alto en los que era posible charlar con tranquilidad, él acabó por llevarla al pequeño y modesto hotel de La Baixa en el que ella se alojaba. Subieron a la habitación, donde el frío era aún más intenso. Ella volvió a hacer referencia a la inestabilidad del suelo que pisaba; el de aquella habitación se balanceaba por momentos como un barco en una travesía cuando hay mar de fondo, acentuado por la ligera ebriedad de ambos, así como por la vista al Atlántico a la que daba la ventana. Para tranquilizarla, él volvió a hacer referencia a la estructura elástica de los edificios que a veces creaba una ilusión de ingravidez. Se desnudaron y se acurrucaron bajo las sábanas blancas, impregnadas de ese aséptico olor a limpio propio de la lavandería industrial. Se abandonaron al abrazo, proporcionándose un calor más rico en ternura que en pasión. Hicieron el amor: el ensamblaje fue perfecto y la naturaleza de la emoción ambigua, imprecisa, sorprendentemente desconocida, aunque ella se mantenía distante, negándose a la rendición. En cuanto a él, llevado por esa necesidad de darle nombre a cualquier emoción que nos traspasa, para poder así atraparla y poseerla, rebuscó entre todas sus experiencias anteriores para contrastarla con ellas y decidir cual era el rasgo distintivo de ésta.
Todo esto pasaba por su cabeza mientras la miraba intentando averiguar lo que estaría pensando ella. Le parecía ver en su mirada huidiza una mezcla de desencanto y confusión. El desconcierto era mutuo, camuflado por la premura de la partida de ella, premura que suele abocar a los amantes a consumar la pasión demasiado precipitadamente, aunque no fuera éste el caso de ellos. Por fin ella le miró de frente, pero su mirada seguía siendo inasible. Luego dijo: “No eres la persona a la que busco”. Entonces él sintió temblar la tierra, todo lo que había a su alrededor cambió de posición y por un instante algo se convulsionó en su interior. Se había producido uno de aquellos sismos que a todos los que habitaban esa ciudad les hacían estar siempre un poco alerta, solo que en aquella ocasión él no estaba muy seguro de su procedencia. Se levantó de la cama y se asomó a la ventana. El océano seguía allí, no más alterado que de costumbre, y el ritmo de la ciudad mantenía la calma propia de la noche cuando raya el alba.
Abandonaron el hotel poco antes del mediodía y, como su tren no partía hasta la noche, visitaron algunos lugares de interés próximos a la ciudad. Seguía lloviendo, y él comenzó a tomar conciencia de la inestabilidad que ella había detectado en la ciudad, hasta el punto de hacérsele incómoda. La jornada transcurrió inmersa en una especie de sonambulismo con el que los paisajes elegidos parecían estar en perfecta consonancia. Poco antes de la partida, ella le pidió que no la llevara a la estación y, como él siempre había odiado las despedidas, aceptó su petición. Ella se quedó apoyada en la baranda del muelle, de cara al Atlántico. Él se dirigió, tras demorarse unos instantes por el entramado de calles que conducían a la estación, al mismo café del Chiado en el que la había encontrado. Pidió un café y cogió el ejemplar de la edición de tarde del diario local, esperando retomar los acontecimientos del último día que había parecido transcurrir fuera del tiempo. Necesitaba enmarcarse de nuevo en su realidad cotidiana. Esperaba que la portada del periódico recogiera el breve pero intenso temblor de tierra que había asolado a la ciudad la madrugada de aquel mismo día. No halló ninguna referencia a aquel suceso. Mantuvo el oído atento, esperando hacerse eco de alguna anécdota que a alguien le restara por comentar, pero nadie lo hizo. Había un par de mesas vacías. Cogió su taza de café, se quitó el abrigo y se sentó contra una de las paredes espejadas. Cogió una servilleta de papel y comenzó a garabatear unos dibujos imprecisos hasta que, en un acto de mimetismo, pidió una hoja de papel a un hombre que frecuentaba el café e inició el esbozo de la historia de la chica de la guía azul.
Volvió a recordarla en la escena del restaurante, y la imagen de su hija se ensambló con la de ella. Dobló la cuartilla y la guardó en su chaqueta. Abandonó el café y salió a la noche oscura, a través de la cual era imposible discernir ningún rastro de la ciudad blanca.
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