Un punto de encuentro también en la red

La recomendación de un libro, una exposición o una película, leer juntos un artículo o una noticia, subir un vídeo, una canción o una presentación, y para los más creativos un espacio para compartir...

jueves, 24 de junio de 2010

Delorean


Amparo, parece que tú y yo nos hemos empeñado en echar un mano a mano enriqueciendo este blog, con una sensación de solos ante el peligro, ya que nuestros compañeros no acaban de decidirse por apoyarnos en esta tarea. En fin, mientras nadie más se tire al ruedo, seguiremos a lo nuestro. En esta entrada os voy a recomendar la música de Delorean, un cuarteto de Zarautz que cada vez está ganando más prestigio internacional. Desde el año 2000 vienen desarrollando una electrónica versátil de inspiración post-punk y tocando distintos palos dentro del género. Su último trabajo, Subiza, se adentra en lo que se ha dado llamar el "hypnagogic pop" con un montón de posibilidades de desarrollo visual en los directos. Música hipnótica, llena de capas y arreglos. Como la define el crítico musical Nando Cruz, "Un zumo de electrónica mediterránea con extra de melodía pop y vitamina C".

Listen to Delorean's Stay close


A VOSOTRAS, BRUJAS MARAVILLOSAS



Os dedico a vosotras, mujeres, esta entrevista de la psiquiatra y escritora Jean Shinoda Bolen. También podéis leerla los hombres; es más, deberíais hacerlo
Amparo


ENTREVISTA a .. Nosotras, esas Brujas Maravillosas!
SHINODA BOLEN)

"Las mujeres pueden cambiar el mundo en las próximas décadas"


ENTREVISTA A JEAN SHINODA BOLEN

Todo lo que ha aprendido lo ha explicado en sus más de treinta libros. En El millonésimo círculo nos propone que formemos círculos de mujeres. “Un círculo digno de confianza tiene un centro espiritual, un respeto hacia los límites y una poderosa capacidad de transformar a las mujeres que lo constituyen.” Pero llega más lejos cuando dice que los círculos de mujeres pueden acelerar el cambio de la humanidad. Está convencida de que la era patriarcal toca a su fin.

Jean Shinoda Bolen tiene 68 años. Es de familia japonesa y nació y vive en Los Ángeles. Doctora en Medicina, analista junguiana y profesora de Psiquiatría en la Universidad de California, está divorciada y tiene dos hijos. Cree que Iraq es Vietnam repetido una y otra vez, y que es una pena que tengamos que aprender a través de tanto sufrimiento. Dice que la espiritualidad une y las religiones dividen.

-¿Quejarse es perder el tiempo?

-¿Claro!

-Hay mucho que aprender...

-Por eso a mi me interesan las mujeres maduras, con humor y activas. A partir de los 40 años empieza lo mejor si eres capaz de darte cuenta de la cantidad de cualidades potenciales que hay dentro de ti. Entonces te entran ganas de convertirte en bruja.

-No se yo...

-Se lo diré de otra manera: una bruja es una persona con poder personal.

-Eso me gusta.

-Las brujas sabias dicen la verdad con compasión, y no comulgan con lo que o les gusta, pero no tienen la rabia de las mujeres más jóvenes. Algunos hombres excepcionales pueden llegar a ser brujas, los que tienen compasión, sabiduría, humor y no están supeditados al poder.

-¿Algo más?

-Sí. Las brujas sabias son capaces de mirar hacia atrás sin rencor ni dolor; son atrevidas, confían en los presentimientos, meditan a su manera, defienden con firmeza lo que más les importa, deciden su camino con el corazón, escuchan su cuerpo, improvisan, ni imploran, ríen, y tienen los pulgares verdes.

-¡...!

-Quiero decir que tienen mano con las plantas. Y también con los animales. Primero aprenden a amar lo que hacen, luego alientan a otros al crecimiento. Saben reconocer lo frágil y lo que tiene valor, y también lo que debe ser podado.

-¿Hay que esperar a la vejez para ello?

-Cuanta más edad, más camino aprendido. La observación compasiva de la vida de los demás te enseña mucho, y las mujeres sabias se pasan mucho tiempo observando. Algunas mujeres, muy pocas, son sabias a partir de los 30 o 35 años; esas a los 60 son increíbles.

-¿Qué nos quiere transmitir?

-Que las mujeres tienen la oportunidad de cambiar el mundo en las próximas décadas. Pero que si no lo hacen ya, probablemente ya no lo harán.

-¿Por qué dice eso?

-Tras el extremo feminismo de los 70, ahora el péndulo se haya en el centro por eso tenemos que aprovechar este momento. Las mujeres que se lo permiten pueden hoy llegar al equilibrio, a ser completas, fuertes y vulnerables al mismo tiempo.

-¿Un camino colectivo?

-Por supuesto. No tengo la menor duda de que un pequeño grupo comprometido puede cambiar el mundo. En realidad, así ha sido hasta ahora.

-¿Y cuál es el secreto para lograrlo?

-El millonésimo círculo. Yo aliento a las mujeres a formar círculos que tengan un componente espiritual. Simplemente escuchando los problemas, anhelos y miedos de otras mujeres y contando los tuyos, adquieres fuerza.

-Perdone, pero por qué en un círculo.

-Cuando uno está sentado en círculo y en silencio se da cuenta de que hay una conexión espiritual con poder transformador. Yo pertenezco a uno desde hace 18 años: encendemos una vela, guardamos silencio, contamos lo que nos preocupa, debatimos, y juntamos nuestras energías con un propósito.

-¿Convocan el poder interior?

-Interior y exterior. La espiritualidad, la física cuántica y el budismo dicen lo mismo: Todo y todos estamos interconectados y por tanto lo que cada uno haga influye en el mundo. Los círculos de mujeres transforman el mundo a través de la activación del campo mórfico de la teoría de Rupert Sheldrake.

-¿El centésimo mono?

-Sí, este biólogo desarrolló la hipótesis de que cuando una masa crítica de monos llega a un determinado conocimiento, este se transmite de forma intuitiva e instantánea a todos los miembros de su especie. Del mismo modo, un número crítico de círculos de mujeres puede activar las cualidades femeninas tan necesarias para que el mundo cambie.

-¿Porqué no círculos mixtos?

-Entre mujeres hay una conexión natural. Algunos estudios evidencian que cuando una mujer que sufre estrés habla con otra mujer, ambas liberan la hormona de la maternidad que provoca que el estrés descienda.

-Curioso.

-Si las mujeres estuvieran implicadas en los procesos de paz, todo sería más fácil, ¡pero si los que la negocian son machos alfa...!

-¿Qué ocurre cuando se encuentran un hombre y una mujer estresados?

-Cuando un hombre estresado se encuentra con otro, segregan testosterona, que provoca huída o enfrentamiento. Pero si ese mismo hombre se encuentra con una mujer que le comprende, una bruja sabia, su adrenalina baja y su autoestima sube. Y basta solamente con que se siente a su lado.

-Es bonito eso que dice.

-Estamos llenas de recursos poderosísimos a los que no prestamos atención, como por ejemplo el conocimiento intuitivo. Estos conocimientos se pueden desarrollar en los círculos.

-¿Que camino interior propone?

-Sea auténtica, sea consecuente con su persona interior y averigüe qué quiere hacer con su preciosa vida. Desde fuera intentarán contestar por usted a las preguntas esenciales, no lo permita. Desvele qué tipo de arquetipo domina en usted.

-¿A qué se refiere?

-Sus patrones internos, que yo resumo en siete arquetipos de diosa. Cada mujer tiene dos o tres dominantes, que van desde la autónoma Artemisa y la fría Atenea, hasta la nutritiva Deméter, la creativa Afrodita, o Hera, la diosa del matrimonio. (Nota de la redacción: Podéis hacer este trabajo con su libro Las diosas de cada mujer).

-No será tan simple.

-No. Pero si podemos llevar una vida en la que el arquetipo dominante y nuestro rol en la vida coincidan, nos sentiremos satisfechas.


Fuente: Entrevista publicada en La Vanguardia


LIBROS DE JEAN SHINODA BOLEN

• Las diosas de cada mujer
• Las brujas tienen pulgares verdes
• Llamado urgente a las mujeres
• El millonésimo círculo



lunes, 14 de junio de 2010

EL RINCÓN DEL RELATO. El beso


Dedico este relato a Alberto, asiduo a este blog y al que ha contribuido con su feedback.

Gracias, Alberto
Amparo



EL BESO

Había pasado la tarde buscando un regalo de aniversario para celebrar sus cinco años de vida en común. Finalmente se había decidido por un elegante jersey de marca que le pareció perfecto para él. Habían procurado no limitar sus vidas a los amigos comunes, por lo que era frecuente que salieran por separado y mantuvieran una cierta independencia. Cuando llegó a casa, poco antes de la hora de almorzar, escuchó un mensaje de él en el contestador comunicándole que no le esperara para comer. A veces agradecía estos momentos en casa para ella sola. Abrió un par de latas y disfrutó de una comida improvisada. Pasó la tarde tumbada en el sofá, viendo una película y devorando los restos de los dulces navideños, con constantes idas y venidas a la cocina. Dormitó un poco y, cuando vio que ya había oscurecido, miró extrañada a través de la ventana. No había previsto una ausencia tan prolongada, por lo que comenzó a caer en un estado de ociosidad, agravado por el hecho de que el reproductor de música no funcionaba correctamente, algo que venía ocurriendo desde hacía tiempo, al parecer debido a alguna mala conexión que él había prometido solucionar ese mismo día. Aderezó el cordero que pensaba cocinar para el día siguiente y que a él tanto le gustaba. Si lo hacía con un día de antelación, la salsa cobraba más cuerpo y el guiso intensificaba su sabor.

Eran cerca de las doce de la noche, aunque ella ya había perdido la noción del tiempo hipnotizada por la pantalla del televisor que había vuelto a sumirla en el sueño. El sonido de la llave en la cerradura y la posterior apertura de la puerta la despertaron.

— ¡Hola!

—¡Hola! –se incorporó en el sofá y miró confundida su reloj de pulsera—. ¿Dónde has estado?

—Pues resulta que me he encontrado con una amiga... —respondió dándole un beso en la frente.

— ¿Qué amiga? —encogió las piernas y las rodeó con los brazos mientras esperaba una respuesta.

— ... Paula—. Se quitó la chaqueta y se sentó en el sofá, a su lado, y ligeramente vuelto hacia ella.

Ella se levantó y fue a la cocina. Guardó la cacerola con el guiso en el frigorífico. Examinó el contenido del interior, lo cerró y luego se dirigió a uno de los armaritos de la cocina del que sacó una bolsa de cacahuetes. Volvió al salón. Él miraba la pantalla del televisor, concentrado en el avance del último telediario del día.

—¡Qué bien huele! ¿Has hecho cordero?

—Sí. ¿Hay algo que quieras contarme? —replicó ella mientras comenzaba a comer cacahuetes.

—Bueno, pues… me la encontré en el cajero automático que hay justo enfrente de mi estudio...

—Pensé que vivía en Bruselas...

— Vive allí pero su madre está enferma y ha pedido unos días de permiso.

— ¿Habéis estado juntos hasta ahora? —preguntó ella.

—Sí, hacía tanto tiempo que no nos veíamos, y ella estaba tan abatida que... bueno..., me invitó a tomar una cerveza.

— Vaya, parece que la cerveza se ha alargado un poco más de la cuenta....

— Sabina, no pretendo ocultarte nada. Te diré exactamente lo que ocurrió...

— ¿Debo preocuparme?

— No empecemos, —le quito de la mano la bolsa de cacahuetes— déjalos ya, sabes que no te sientan bien. Nunca te he ocultado nada...

—Bueno, ya conoces mi lema: Dime la verdad pero hazlo con tacto.

— Sabina, no saques las cosas de quicio, no ha pasado nada. Ya te he dicho que me la encontré justo cuando salía del estudio. Al principio no la reconocí, fue ella quien dijo “Hola”. Estaba tan cambiada...

—Ya. Bueno, si te interesa mi opinión, no creo que el encuentro fuera producto del azar.

—¿Qué quieres decir?

—Pues que ella fue a buscarte premeditadamente, pero bueno, sigue...

—Ya sabes cómo nos separamos; al parecer todo fue un malentendido.

— ¿Un malentendido? —Volvió a coger la bolsa de cacahuetes— ¿Me estás diciendo que después de siete años sin veros, descubrís que os separasteis por un malentendido?

—Ya te he dicho que estaba un poco desanimada, y me preguntó si tenía tiempo para tomarme una cerveza. Comprenderás que no pude negarme. Además, hemos hablado muchas veces de esto, Sabina. Uno no puede huir de las cosas que le persiguen.

—¿Me estás queriendo decir que en todo este tiempo ella te ha estado persiguiendo?

—Pues de alguna manera sí, Sabina; pero por favor, no te precipites en tus conclusiones, aún no te he contado nada.

—Adelante –Sabina dejó en la mesita de centro la bolsa de cacahuetes, cogió el mando a distancia del televisor y bajó el volumen.

—Pues nos fuimos a comer a El Caballito de Mar

—¿A la playa? –preguntó con estupor.

— Hacía un día estupendo y ella quería ir a un sitio tranquilo al aire libre

— ¡Qué astuta!

— Me di cuenta de que se encontraba muy sola, y era como si necesitara asegurarse de algo.

— ¿De qué? —preguntó Sabina.

— Pues de quién había dejado a quién.

—Tal y como tu me lo contaste, ella se fue sin más, ¿no es así?

—Sí, eso es lo que yo creía.

— ¿Y no fue así?

—Me dijo que se había ido porque presentía que yo iba a dejarla y no podía soportarlo.

— Ya, bueno, ve al grano. ¿Lo hicisteis o no lo hicisteis?

— No, no lo hicimos.

— ¿No lo hicisteis? No esperarás que te crea.

— Entonces ¿por qué me lo preguntas? Sabina, no voy a decirte nada que no sea verdad. Comimos y bebimos un poco, luego ella lió un cigarrillo.

— ¿Quieres decir un canuto?

— Sí, eso es...

— ¿Fumaste hachís?

— ¡Por Dios, Sabina, no soporto ese tono moralista! Sí, he fumado hachís. ¿Qué hay de malo en ello? ¿Es que tú nunca lo has hecho?

—Creía que hacía tiempo que no lo hacíamos.

— ¿Qué pasa? ¿Es que tengo que pedirte permiso para hacerlo?

—No grites. No creo que a los vecinos les incumba si fumamos o no —Sabina volvió a coger el mando del televisor y subió el volumen para amortiguar sus voces.

—No grito. Sencillamente estoy intentando contarte lo que ocurrió exactamente y tú me regañas como si fuera un niño.

Transcurrieron unos segundos. Los dos miraban la pantalla del televisor en la que proyectaban una vieja película en blanco y negro

—...Pero si tu coche está estropeado... ¿Cómo habéis ido hasta allí?

—Fuimos en el suyo. Cuando acabamos de comer y subimos al coche lió un canuto, encendió el radiocasete y puso aquella cinta.

—¿Qué cinta?

—Bueno, una cinta que solíamos escuchar. Ya sabes, algunos clásicos de los ochenta.

—Ya, ¿alguna canción en particular?

— ¿Qué importancia tiene eso?

—Simple curiosidad —respondió abriendo las aletas de la nariz y mirando la pantalla del televisor. Volvió a bajar el volumen y siguió con la mirada fija en la pantalla, observando los gestos de Cary Grant.

—Luego nos dimos un beso —continuó él.

Ella se levantó del sofá, fue a la cocina y sacó una tableta de chocolate del armarito; partió un par de onzas y comenzó a mordisquearlas. Luego se puso a fregar los cacharros que había en el fregadero con brusquedad y haciendo mucho ruido. Cuando levantó la vista lo vio en la puerta, mirándola.

—Sólo fue un beso –dijo él.

— ¿De verdad crees que soy tan gilipollas? ¿Sólo fue un beso? ¡No me irás a decir ahora que fue ella quien te lo dio!

— Pues no, nos lo dimos los dos, y fue un beso bonito y tierno...

— Por favor, ahórrate los detalles.

— Creí que querías saberlo todo.

—Mira, —cerró el grifo, se secó las manos en un paño y salió de la cocina en dirección al salón— dime ya de una vez cómo acabó todo. ¿Lo hicisteis, verdad?

— No, no lo hicimos —le respondió.

—¿Os besasteis y ahí acabó todo? —Volvió a sentarse en el sofá, con las piernas encogidas, los brazos cruzados, mirando a la pantalla del televisor.

—Nos abrazamos, y luego ella propuso que nos tumbáramos un rato al sol. Así es que bajamos del coche y extendimos una manta entre los cañaverales.

—¿Llevaba una manta en el coche? –preguntó incrédula.

—Pues sí, tenía una...

—Y entonces.... lo hicisteis, ¡admítelo de una vez!

—Sabina, te repito que no lo hicimos.

—Pues resulta bastante difícil de creer.

—En ese caso no tiene sentido que te cuente nada más, si te vas a poner así...

— ¿Ponerme así? El hombre con el que comparto mi vida desde hace cinco años me dice que ha besado a su gran amor y... ¡Me reprochas que me ponga así!

Él volvió a subir el volumen del televisor para camuflar el elevado tono de voz de ella.

—Tranquilízate, Sabina. Para empezar, ella no es mi gran amor.

— ¿Por qué la besaste?

—Necesitaba hacerlo. Si no lo hubiera hecho habría estado pensando en lo mucho que me hubiera gustado hacerlo y esa idea no dejaría de perseguirme. ¿No puedes entenderlo, Sabina?

—Pues no, no lo entiendo. Me parece una excusa absurda para justificar uno de esos impulsos irrefrenables que los hombres parecéis tener tan a menudo.

— Oye, no te pases. No creo haber tenido ningún impulso irrefrenable en estos cinco años y, además, yo no he dicho que esto lo fuera. La besé sabiendo lo que hacía.

—Por favor, no lo estropees más.

Él cogió un cojín del sofá y lo lanzó con desgana al sillón de al lado. Se levantó y salió de la habitación. Ella permaneció delante del televisor, arrancándose la cutícula de las uñas con los dientes y mirando intermitentemente a la pantalla. Un primer plano de Cary Grant besando a Ingrid Bergman retuvo su mirada. Él volvió a entrar en el salón y se puso frente a ella, mirándola.

—¿Puedes apartarte a un lado? Me gustaría ver a Cary Grant.

—Por favor, ¡No frivolices!

—Quiero ver a Cary Grant. ¿Te has fijado en qué bien besa?

—Odio cuando adoptas esa postura.

—Me encanta cómo lo hace, tiene tanta clase... Tú nunca me besas así, siempre utilizas la lengua. ¿Fue un beso con lengua?

—No tengo nada más que decir

—¿Por qué no reconoces que lo hicisteis?

—¡NO LO HÍ-CI-MOS!, ¡JODER!

— Muy bien, pasemos al capítulo siguiente: el beso, la manta, ¿y luego...?

—Le acaricié el pelo, volví a besarla, la abracé, nos tumbamos... Estábamos escondidos entre los cañaverales y...

—Sigue.

—No pude hacerlo. Estaba pensando en ti, en todos nuestros proyectos, en tu lunar...

—¿Qué lunar?

—Ése que tienes en la espalda.

—Y... ¿No lo hicisteis?

—No

— ¿Y ella?

—Me preguntó qué me pasaba y luego me preguntó si quería que fuéramos a un hotel.

—¡ Qué hija puta! ¿Y fuisteis?

—No, guardamos la manta y estuvimos caminando un rato por la playa, charlando.

—¿De qué?

—De nosotros.

—¿De vosotros?

—No, de ti y de mí.

—¿Qué le dijiste de mí?

—Le dije que te quería y que deseaba tener un hijo contigo. También le dije que lo nuestro había sido muy bonito pero que fue ella quien se marchó y ahora ese espacio lo ocupaba otra persona. Así es que le dije: “La quiero a ella”

—¿A ella?

—A ti, Sabina. No puedo decir que ella no me hiciera evocar momentos muy bonitos. ¡Teníamos poco más de veinte años! ¿No puedes comprenderlo?

—No quiero comprenderlo, y ahora, si no te importa, me gustaría acabar de ver la película.

—Muy bien, yo me voy a la cama.

Cuando estaba a punto de salir de la habitación, ella volvió a preguntarle:

— ¿Fue un beso con lengua?

—No —respondió él.

— ¿Qué lastima! Hubiera preferido que hubiese sido con lengua.

— ¿Sabes lo que más me gusta de ti, Sabina?

Ella le miro, esperando la respuesta

—¡Eres tan imprevisible! Juraría que cualquier mujer hubiese preferido la pequeña infidelidad de un beso tierno a la de uno de esos que tu denominas “con lengua”. Pero bueno, esta discusión es ridícula.

—Los besos de Cary Grant son sin lengua –Agregó ella mientras seguía con la mirada fija en la pantalla.

—Buenas noches –dijo él.

—Por cierto, —dijo ella— ¿podrías mirar mañana lo de la conexión del equipo de música?

-­­­­­­­­­­­ No te preocupes, mañana lo arreglo sin falta.

-¿Sabes?... No tienes ni idea de las preferencias de una mujer en lo que se refiere a lo que tú calificas de pequeña infidelidad. Y además, yo no soy cualquier mujer

Él se quedó mirándola un rato, sin comprender, hasta que, finalmente, antes de salir definitivamente de la habitación, le dijo:

-Está bien, Sabina, ha quedado claro: la próxima vez será con lengua.

Cuando Sabina se quedó a solas en el salón, contemplando las últimas imágenes proyectadas en el televisor, se le humedecieron los ojos. Los mantuvo muy abiertos y en tensión. Con voz baja y muy despacio murmuró: “Te odio”. Al ver el fotograma the end impreso en la pantalla apagó el televisor. Se acercó hasta el equipo de música e intentó ponerlo en marcha, pero la conexión seguía fallando.

-¡Mierda! –dijo en voz baja a la par que le asestaba un golpe con el puño, a resueltas del cual se iluminó el piloto rojo de encendido. Bajo un fondo de clarinete de su concierto de Mozart preferido, cerró los ojos mientras un par de lágrimas se deslizaban por sus mejillas.

Jónsi: you grow from the inside


En la ya prolífica escena islandesa nos hemos encontrado con una de las propuestas más frescas, arriesgadas y originales de este año. Se trata de Jón Þór Birgisson, o Jónsi para los amigos, vocalista y líder de la formación de rock alternativo Sigur Rós, que con el album "Go" inicia una nueva aventura en solitario. Conservando el ambiente atmosférico inicial y su característica voz en falsete, el tímido guitarrista de Reykjavik nos entrega ahora una música inclasificable que evoca una mayor alegría y optimismo que en sus trabajos anteriores, con letras muy elaboradas y paisajes musicales preciosistas que apelarán a todos los sentidos. Sonido entre lo acústico y lo electrónico, barroco y místico, que no dejará indeferente a nadie. Para abrir boca os dejamos con la fuerza de este irresistible Tornado. Si quieres escuchar más Jónsi en este enlace tenéis el exultante himno Around us.

Listen to Jónsi's Tornado


jueves, 3 de junio de 2010

UNA PELÍCULA SENCILLA: Two lovers

Logline: "A veces lo dejamos todo para encontrarnos a nosotros mismos"



Os recomiendo este drama romántico que, sin ser un peliculón, se sigue con interés, tiene unas magníficas interpretaciones y destaca por la frescura en el tratamiento de las relaciones entre los personajes. Según palabras de Carlos Boyero: "Insólita y hermosa (...) Gray se muestra tan lírico como retorcido y emocionante (...) una obra de apariencia engañosamente amable."

Amparo
(He caído en la cuenta de que no he hecho ninguna recomendación cinematográfica en lo que llevamos de blog. Imperdonable. Me voy a desquitar)

UNA PELÍCULA SENCILLA

lunes, 24 de mayo de 2010

I CONGRESO. Las mujeres en el ámbito literario. "El estado de la cuestión"

Dedicado a mis compis escritoras de la DG:


(Más info pinchando en la imagen)

martes, 11 de mayo de 2010

La imponente voz negra de una chica rubia de ojos azules


Aunque a lo largo de su carrera Alice Russell ha puesto su voz como vocalista preferida al servicio de muchos músicos de la escena negra electrónica, la artista de Suffolk culmina en 2008 un proyecto en solitario con un soberbio disco de soul totalmente acústico, inspirado en los 60 y 70, como es este "Pot of Gold". Como muestra de ello, deleitémonos con esta reinterpretación "tempo lento" de Crazy de Gnarls Barkley, que le pondrá los vellos de punta a más de uno. Sencillamente, impresionante.

Listen to Alice Russell's Crazy



miércoles, 5 de mayo de 2010

LOS DUENDES DEL ARCOÍRIS


Ilustración del cuento: Álvaro Fernández Díaz ( 10 años)
Sentada en la arena y abrazada a sus piernas, Ana contemplaba sin parpadear el inmenso mar que se extendía frente a ella. Hacía poco que había dejado de llover torrencialmente y el aire olía a tierra mojada mezclado con salitre y romero. El arcoíris había desplegado toda su gama de colores y se expandía entre la sierra de Almijara y el horizonte del mar Mediterráneo. Rita, su mamá, se acercó a ella y le preguntó.
— Ana, ¿qué miras tan fijamente?
Miro el arcoíris, parece un tobogán de muchos colores, me gustaría tanto montarme y bajar por el color violeta hasta llegar al fondo del mar.
—Pero Ana, eso es imposible, aunque, tal vez puedas hacerlo con la imaginación si cierras los ojos.
La niña quedó triste y pensativa, deseaba tanto montarse en el arcoiris y especialmente en el color violeta.
Juan, el papá de Ana, se aproximaba a ellas, las pequeñas olas jugueteaban con sus pies descalzos, en una mano llevaba las zapatillas y en su cara se dibujaba una amplia sonrisa. A sus espaldas el sol iba ocultándose tímidamente entre nubes algodonosas, la playa de Calahonda se había quedado desierta y tan sólo los tres permanecían en ella.
Rita, le contó el deseo de Ana y el motivo de su tristeza.
— ¿Quieres que te explique dónde nace el arcoíris? — Le preguntó el padre.
—Pero… ¿nace en algún sitio? -Le contestó sorprendida.
—Pues claro. Cuentan que en lo más alto del firmamento hay una gigantesca olla de oro que está vigilada permanentemente por los duendes del arcoíris, allí hacen los tintes con polvos mágicos de siete colores, mezclan el rojo, naranja, verde, amarillo, azul, añil y violeta, pero necesitan el agua de la lluvia para hacer esta mezcla multicolor, después con brochas se dedican a pintar el cielo, así que hay que esperar a que deje de llover para poderlo contemplar como ahora mismo.
Ana le miró con cara de sorpresa e incrédula, ya era algo mayor para creerse ese cuento que se estaba inventando su padre, pero era una historia tan fantástica.

—¡Eh, chicas!, mirad ese delfín que nos sonríe, es raro que esté tan cerca de la arena, parece decirnos algo.
Entraron en el agua y se acercaron con cautela al gigantesco pez, casi lo podían tocar.
—¡ Subid en mi lomo !— Les gritó el delfín.
Los tres se miraron extrañados, ¿les hablaba un delfín? Pero sin que ninguno dijera palabra, ni se pusieran de acuerdo, montaron con facilidad encima del animal. Ana se cogió de la cintura de su padre. Rita y Juan se agarraban a las aletas del delfín. El agua les salpicaba en la cara, la velocidad que llevaban era de vértigo, no tenían miedo, iban juntos y reían a carcajadas, la playa se alejaba cada vez más y las casas del pueblo eran motitas blancas.
¿Hacia dónde les quería llevar el delfín? ¡Pero si habían llegado al principio del arcoíris! De un salto se subieron; como había siete colores, Ana ascendió por el violeta, Rita eligió el azul y Juan el naranja. Pero lo más maravilloso fue que cuando miraron los tres hacia abajo cada uno veía las montañas, el mar y hasta el pueblo del color que habían elegido.
Todo para Ana se había convertido en violeta, incluso una nube que pasó cerca de ella que se dirigía a Burriana. Nunca pudo imaginar que todo fuese tan fabuloso. Hasta su piel y sus cabellos eran violetas, eso no le gustaba tanto. Se carcajeó cuando vio a su madre toda azul. —Pareces un pitufo, mami.
Efectivamente, Rita contemplaba las sierras y los campos azules, era extraño que todo tuviese el mismo color del cielo y del mar, era como si se hubiese colocado unas gafas de cristal añil, pero ella cabalgaba feliz por el arco y se rio cuando vio el cuerpo de su marido naranja.
Y Juan, con fascinación, veía todo anaranjado; lo más bello para él fue contemplar el mar Mediterráneo de esa tonalidad. Cuando se encontraba encima de los olivares y de los pinares, todos de color naranja, sintió una gran turbación, se restregó varias veces los ojos y se pellizcó para comprobar que no estaba soñando. Se miró las manos y el resto de su cuerpo era también naranja.
También observaron que sus ropas habían cambiado de color, tomando el mismo tono del arco en el que estaban montados. Entonces, comenzaron a saltar de un arco a otro hasta pasar cada uno por los siete colores. Era divertido verse transformados ahora en rojo, después en amarillo o en verde, y así jugaban y se divertían. Los tres se cogieron de la mano y no se preocuparon de hacia dónde les llevaría aquel camino multicolor que parecía no tener fin, lo importante era que estaban juntos.
De pronto, llegaron a un lugar que desprendía una potente luz blanca, tan cegadora que estuvieron un rato sin poder abrir los ojos de tanta luminosidad. Se encontraban en una enorme cueva, en el centro había un gigantesco caldero dorado y brillante suspendido en el aire y cientos de diminutos hombrecillos que corrían de un lugar a otro sin parar; unos acarreaban en sus espaldas pesados sacos que iban dejado en el suelo rastros de polvos de colores brillantes, otros cargaban cubos con agua de lluvia y todos subían por unas escaleras y vaciaban en el enorme caldero lo que transportaban. Sentados en el borde, otros hombrecillos con largos palos removían el líquido que estaba dentro.
Ana, en voz baja, dijo —Tenías razón papá, esos son los duendes del arcoíris, creí que era un cuento que te habías inventado.
—Ssss… Nos van a escuchar; están trabajando y no han notado que estamos aquí. Vamos a ver de dónde sacan esos polvos brillantes, me he dado cuenta de que son los siete colores del arcoíris. ¾ Dijo la madre.
En silencio y lentamente los tres siguieron a varios duendes que iban en fila con los sacos vacíos, entraron en unos túneles impresionantes, cada galería tenía un color del arcoíris. Allí trabajaban hombrecillos con picos y palas que excavaban y convertían en polvo las coloreadas rocas brillantes. Regresaron por el mismo camino hasta la cueva central, en el mismo momento en que volcaban el contenido del caldero en cubetas y unos cincuenta duendes esperaban con brochas.
-Mirad, ahora van a pintar el cielo¾dijo Ana muy bajito.
-Sí, seguro que irán a pintar a distintos lugares del planeta. Volvamos por el mismo sitio que hemos entrado. — Dijo muy decidida Rita, sin dar lugar a réplica.
Se cogieron de la mano, Ana iba entre los dos. Llegaron a la destellante luz y encontraron el camino de los siete colores, que ahora era cuesta abajo, se sentaron y, sin apenas hacer esfuerzo, se deslizaron por el tobogán multicolor. Fue lo más divertido de la aventura, la bajada era veloz y daba vértigo, notaron en sus barrigas cosquillas que les producían placer y miedo a la vez, cerraron los ojos durante toda la bajada, pero los abrieron cuando cayeron en el mar como desde un trampolín. En pocos segundos llegó el delfín y volvieron a montar en su lomo recorriendo el camino de vuelta.
Cuando pisaron la arena de la playa de Calahonda era casi de noche y estaban mojados, pero la temperatura era cálida y no tenían frío, miraron al horizonte y el arcoíris había desaparecido. Los tres se sentían felices, jamás olvidarían lo que habían vivido; la aventura les unió siempre y no compartieron con nadie su fascinante secreto.

Segundo premio del XI certamen de cuento infantil " La aventura de Escribir" 2010

VICKY FERNÁNDEZ

domingo, 2 de mayo de 2010

EL RINCÓN DEL RELATO. Lugares sagrados


Aunque este relato lo escribí hace unos cinco años, mi viaje a Turquía me ha hecho rescatarlo. En este último viaje tenía la cordillera del Tauro sobre mí. Sin embargo, en el viaje que inspiró el relato yo estaba enfrente de esa cadena montañosa, en la isla de Chipre.

LUGARES SAGRADOS

Caminaba por una calle desierta en la que tan solo podía escuchar el sonido de sus pasos sobre el asfalto. Cuando estaba próxima a la plaza de San Nicolás, llamó su atención una terraza con mesas y sillas azules en la última planta de un café restaurante. Era entrada la tarde de un día de finales de septiembre. Se asomó tímidamente al interior del establecimiento; estaba vacío. Subió la escalera muy despacio y cuando llegó a la terraza escuchó en la distancia una canción de Haris Alexiou. Sonrió y respiró hondo al ver el campanario de la iglesia. Se acercó al borde de piedra de la terraza y contempló la gran explanada de la plaza. Permaneció unos segundos, tal vez minutos, sin pensar en nada, balanceándose al ritmo de la música. Distrajo su atención el paso apresurado de un pope que había salido de la iglesia y cruzó la plaza para desaparecer de inmediato por una calle estrecha.

Se dirigió a la iglesia y cuando estaba a pocos metros de la puerta miró en dirección a la calle que había tomado el pope. Entró y se acercó hasta el icono central del altar; acarició la superficie. Sintió el tacto áspero de los poros de la madera mientras cubría los ojos a la virgen. Miró alrededor: la iglesia estaba vacía y hacía frío. Poco antes de salir se aseguró de que la llama de la vela que acababa de encender seguía ardiendo; al abrir el portón, la suave brisa de finales de verano la hizo temblar.

El sol estaba a punto de ponerse. En el extremo más oriental del Mediterráneo los días comenzaban a hacerse más cortos. A lo lejos escuchaba, desde uno de los minaretes del lado de la ciudad sitiada, la llamada a la oración como un eco ignorado. Recorrió las calles que conducían hasta el puesto fronterizo desde el que, con tan sólo subir unos peldaños, podía entrever la tierra de nadie, una tierra baldía salpicada de alambradas oxidadas y silencio.

Cuando el soldado comenzó a mirarla con sospecha y desconfianza, bajó los escalones y tomó la calle Laikí Gitoniá en dirección al café Aphros, en busca de una respuesta. El libro seguía allí, en un extremo de la barra, the book of answers (3). Tan sólo había que formular una pregunta, abrir el libro al azar y establecer una relación entre la respuesta y la pregunta. Era como buscar en la parte más recóndita de uno, en un intento por dar sentido a lo que parecía carecer de él. Formuló la misma pregunta que hiciera dos años atrás, dos finales de verano atrás. La misma pregunta, el mismo libro, aunque un poco más desgastado. La mujer canadiense al otro lado de la barra también era la misma, pero su mirada y su rostro habían cambiado. La misma pregunta, sólo que ahora tenía que adecuarla al presente; ésa era la diferencia esencial.

En cuanto cumpliera su objetivo abandonaría la isla. Le parecía injusto conservar un recuerdo amargo de un lugar tan hermoso. Tenía que hacer lo único que él le había pedido. Lo había dejado escrito para ella. Cuando todo hubiera terminado, sería como cerrar el libro, un libro que uno no quiere volver a leer.

Ya había anochecido cuando regresó al hotel, junto a las murallas venecianas que rodeaban la ciudad antigua. Antes de entrar recordó el pequeño drugstore que había al torcer la calle, unos metros más abajo. Compró una botella de vino. Y luego, como para escapar de aquel estado de enajenación, pidió el acceso a internet en el pequeño cybercafé improvisado del que disponía el local. Entró en su correo, leyó los mensajes nuevos, pero no respondió a ninguno. Volvió al hotel. Pidió al recepcionista un sacacorchos y subió a la habitación. Se dio una ducha, se envolvió en la toalla y abrió la botella. Luego se sentó al borde de la cama, frente al ventanal, y bebió tres copas, una tras otra, mientras contemplaba el cielo estrellado y jugueteaba con el sacacorchos.

A la mañana siguiente se levantó muy temprano, apenas salió el sol, dispuesta a cruzar la frontera. Caminó por los alrededores del hotel, aferrada a su bolso, hasta que calculó que el check point estaría abierto. Iba preparada para todo el ritual, la espera incluida. Pero no tenía prisa. Atravesó la zona protegida por las Naciones Unidas. Caminaba cabizbaja, anticipando la línea azul. Instintivamente miró a su izquierda: el Instituto Goethe seguía allí. Cuando atravesó la segunda frontera, ajustó sus pasos a la línea azul, un pie tras otro, como lo hiciera Dorothy siguiendo el camino de baldosas amarillas, sólo que ella ya no iba en busca del mago de Oz. Atravesó la plaza y se detuvo en el Buyuk Han. Se acercó a uno de los pequeños bazares. Cogió de un recipiente un puñado de ojos de la suerte y abrió la mano muy despacio mientras los dejaba caer en una cascada azul y escuchaba su sonido metálico al chocar entre sí. Luego se dirigió al mercado cubierto, junto a la mezquita. Las delicias turcas se amontonaban contra el cristal del puesto de Arif. Pidió que le pusiera unas cuantas, de pistacho, almendra y pasas. Mientras el joven dependiente las iba colocando en una caja, un latido extraviado le golpeó el pecho y luego la sien. Se puso las gafas para protegerse de un sol demasiado brillante. Miró al cielo y pensó que le esperaba un hermoso atardecer. Se acercó a la mezquita, se quitó los zapatos y entró. Luego buscó el Este y se sentó sobre la alfombra roja y verde. Lunas y estrellas la rodeaban.

Volvió a la plaza y le preguntó al camarero de una de las terrazas por el autobús a Kyrenia. Lo había olvidado: a ese lado de la frontera Kyrenia se convertía en Girne. En realidad no podía decir que sus habitantes no fueran amables; su reticencia al diálogo tan sólo se debía a una especie de pacto de silencio. El autobús saldría dentro de media hora aproximadamente. Le esperaba un trayecto más largo y errático que en coche. Tenía más de una hora por delante para recordar. Pero el castigo hubiera sido olvidar.

Llegó a Kyrenia pasadas las dos. Almorzó en un kebab, en el que preguntó cómo podía llegar a Bellapais. El hombre que atendía el local se ofreció a llevarla, tenía que subir hasta allí para llevar una mercancía. Ella le esperó en el puerto. Entró en un bar de corte occidental, atraída por los estridentes ritmos orientales que de él salían. No había nadie. Ante la mirada sorprendida del barman pidió un whisky con hielo y se lo bebió a pequeños sorbos.

Eran cerca de las seis cuando llegaron a Bellapais, donde se encontraban los restos de la abadía gótica más hermosa del Mediterráneo. Se sentó a la sombra del árbol de Durrell (4), frente la abadía. “Se lo advierto, señora, si va usted a Bellapais ya no querrá marcharse de allí”, le había dicho un taxista dos años atrás. Tenía que entrar, esa era la consigna. “Entra en la abadía de Bellapais”. Y luego debía entrar en el refectorio. Tenía que ser desde el refectorio. El piano seguía allí, cerrado. El sol entraba por los ventanales sin cristales, abiertos al mar desde el promontorio y protegidos del exterior por unos gruesos barrotes que proyectaban su sombra contra la solería de piedra. Se agarró a ellos y dejó caer la frente. A lo lejos se adivinaban los picos de la sierra del Tauro, al sur de Turquía.

“Tienes que hacerlo”. Sacó una caja del interior del bolso. Le sudaban las manos, aunque ahora tenía frío, un frío que el tibio sol de finales de verano no conseguía calmar. Sintió una punzada en la boca del estómago. Arrojó las cenizas al vacío. Se perdieron en la nada, dispersas entre las colinas. Luego se impregnó las yemas de los dedos con los restos y se acarició el rostro, primero los pómulos, luego la frente y finalmente la barbilla, como si siguiera un ritual. Se apoyó contra el muro, en el extremo opuesto al piano, y recordó lo que él le había dicho, o mejor, lo que le había escrito, un deseo expresado en una de sus cartas. Le había dicho cuánto deseaba poder bailar con ella el Tenesse Waltz. Y le pareció que aquel lugar habría sido perfecto para bailar ese vals.

Cuando hizo lo que él le había pedido, abandonó el refectorio. En el claustro estaban desmontando los andamios de un escenario improvisado para un festival de verano. Salió de la abadía, cruzó la calle y subió a la terraza del café de enfrente para contemplar la vista. La hipnótica música de Omar Faruk la retuvo. Se sentó y pidió un té. Sacó la caja de las delicias turcas y escogió una. Se la comió muy despacio, cerrando los ojos e intentando discernir cada uno de los sabores especiados. Pasó la lengua por el borde de los labios apurando los restos del azúcar glass. Y por un instante fue como si el tiempo no hubiera pasado. Y pensó que tal vez él tenía razón al decir que el tiempo no existía. La llamada a la oración, solapada por el sonido del ney, la darbuka y el bandir, con aquel paisaje de fondo en el que las agujas de las ruinas reflejaban la luz dorada del sol a la caída de la tarde, hacían de Bellapais un lugar sagrado. Comenzaba a soplar una brisa suave que mecía las hojas de los limoneros. Al norte de la isla quedaba Turquía; al sur, la ciudad de Alejandría. Y cuando fue a mirar al Este recordó la respuesta a su pregunta. “Mira al Este”. Más allá del mar, en el lejano desierto de Siria, en medio de las ruinas de la antigua ciudad de Palmira, el templo del dios Baal la esperaba: el próximo lugar sagrado de un itinerario que acababa de iniciar y que debía completar antes de volver a casa. Al oeste, mucho más lejos, en la costa de California, un nuevo día estaba a punto de comenzar. Allí, en una casa en la playa de Santa Mónica, bañada por las aguas del Pacífico, Tim y las niñas dormirían plácidamente, acunados por un mar distinto al de ella.

Tomó un sorbo de té caliente y dulzón. La luz ya había perdido el brillo del crepúsculo, aunque un resto dorado cubría aún uno de los árboles. Un limón resplandecía bajo sus hojas. Hechizada por ese resplandor, se levantó y se dirigió hasta el árbol. Arrancó el limón y lo mordió con decisión. Masticó la cáscara y restregó la lengua contra las encías, los dientes y el paladar, para sentir así la amargura, la dulce amargura de los limones de Chipre.

Amparo de Vega. Dic. 2005


(1) “Kalispera”: En griego, “Buenas tardes”.

(2) “A glass of red wine, please”: En inglés, “Una copa de vino tinto, por favor”.

(3) The book of answers: El libro de las respuestas

(4) El escritor británico Lawrence Durrell vivió una temporada en la isla de Chipre, fruto de cuyas vivencias es el libroLimones Amargos de Chipre. Se cuenta que lo escribió bajo el llamado árbol de la ociosidad, árbol que todavía sigue allí, frente a la abadía de Belllapais.