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domingo, 2 de mayo de 2010

EL RINCÓN DEL RELATO. Lugares sagrados


Aunque este relato lo escribí hace unos cinco años, mi viaje a Turquía me ha hecho rescatarlo. En este último viaje tenía la cordillera del Tauro sobre mí. Sin embargo, en el viaje que inspiró el relato yo estaba enfrente de esa cadena montañosa, en la isla de Chipre.

LUGARES SAGRADOS

Caminaba por una calle desierta en la que tan solo podía escuchar el sonido de sus pasos sobre el asfalto. Cuando estaba próxima a la plaza de San Nicolás, llamó su atención una terraza con mesas y sillas azules en la última planta de un café restaurante. Era entrada la tarde de un día de finales de septiembre. Se asomó tímidamente al interior del establecimiento; estaba vacío. Subió la escalera muy despacio y cuando llegó a la terraza escuchó en la distancia una canción de Haris Alexiou. Sonrió y respiró hondo al ver el campanario de la iglesia. Se acercó al borde de piedra de la terraza y contempló la gran explanada de la plaza. Permaneció unos segundos, tal vez minutos, sin pensar en nada, balanceándose al ritmo de la música. Distrajo su atención el paso apresurado de un pope que había salido de la iglesia y cruzó la plaza para desaparecer de inmediato por una calle estrecha.

Se dirigió a la iglesia y cuando estaba a pocos metros de la puerta miró en dirección a la calle que había tomado el pope. Entró y se acercó hasta el icono central del altar; acarició la superficie. Sintió el tacto áspero de los poros de la madera mientras cubría los ojos a la virgen. Miró alrededor: la iglesia estaba vacía y hacía frío. Poco antes de salir se aseguró de que la llama de la vela que acababa de encender seguía ardiendo; al abrir el portón, la suave brisa de finales de verano la hizo temblar.

El sol estaba a punto de ponerse. En el extremo más oriental del Mediterráneo los días comenzaban a hacerse más cortos. A lo lejos escuchaba, desde uno de los minaretes del lado de la ciudad sitiada, la llamada a la oración como un eco ignorado. Recorrió las calles que conducían hasta el puesto fronterizo desde el que, con tan sólo subir unos peldaños, podía entrever la tierra de nadie, una tierra baldía salpicada de alambradas oxidadas y silencio.

Cuando el soldado comenzó a mirarla con sospecha y desconfianza, bajó los escalones y tomó la calle Laikí Gitoniá en dirección al café Aphros, en busca de una respuesta. El libro seguía allí, en un extremo de la barra, the book of answers (3). Tan sólo había que formular una pregunta, abrir el libro al azar y establecer una relación entre la respuesta y la pregunta. Era como buscar en la parte más recóndita de uno, en un intento por dar sentido a lo que parecía carecer de él. Formuló la misma pregunta que hiciera dos años atrás, dos finales de verano atrás. La misma pregunta, el mismo libro, aunque un poco más desgastado. La mujer canadiense al otro lado de la barra también era la misma, pero su mirada y su rostro habían cambiado. La misma pregunta, sólo que ahora tenía que adecuarla al presente; ésa era la diferencia esencial.

En cuanto cumpliera su objetivo abandonaría la isla. Le parecía injusto conservar un recuerdo amargo de un lugar tan hermoso. Tenía que hacer lo único que él le había pedido. Lo había dejado escrito para ella. Cuando todo hubiera terminado, sería como cerrar el libro, un libro que uno no quiere volver a leer.

Ya había anochecido cuando regresó al hotel, junto a las murallas venecianas que rodeaban la ciudad antigua. Antes de entrar recordó el pequeño drugstore que había al torcer la calle, unos metros más abajo. Compró una botella de vino. Y luego, como para escapar de aquel estado de enajenación, pidió el acceso a internet en el pequeño cybercafé improvisado del que disponía el local. Entró en su correo, leyó los mensajes nuevos, pero no respondió a ninguno. Volvió al hotel. Pidió al recepcionista un sacacorchos y subió a la habitación. Se dio una ducha, se envolvió en la toalla y abrió la botella. Luego se sentó al borde de la cama, frente al ventanal, y bebió tres copas, una tras otra, mientras contemplaba el cielo estrellado y jugueteaba con el sacacorchos.

A la mañana siguiente se levantó muy temprano, apenas salió el sol, dispuesta a cruzar la frontera. Caminó por los alrededores del hotel, aferrada a su bolso, hasta que calculó que el check point estaría abierto. Iba preparada para todo el ritual, la espera incluida. Pero no tenía prisa. Atravesó la zona protegida por las Naciones Unidas. Caminaba cabizbaja, anticipando la línea azul. Instintivamente miró a su izquierda: el Instituto Goethe seguía allí. Cuando atravesó la segunda frontera, ajustó sus pasos a la línea azul, un pie tras otro, como lo hiciera Dorothy siguiendo el camino de baldosas amarillas, sólo que ella ya no iba en busca del mago de Oz. Atravesó la plaza y se detuvo en el Buyuk Han. Se acercó a uno de los pequeños bazares. Cogió de un recipiente un puñado de ojos de la suerte y abrió la mano muy despacio mientras los dejaba caer en una cascada azul y escuchaba su sonido metálico al chocar entre sí. Luego se dirigió al mercado cubierto, junto a la mezquita. Las delicias turcas se amontonaban contra el cristal del puesto de Arif. Pidió que le pusiera unas cuantas, de pistacho, almendra y pasas. Mientras el joven dependiente las iba colocando en una caja, un latido extraviado le golpeó el pecho y luego la sien. Se puso las gafas para protegerse de un sol demasiado brillante. Miró al cielo y pensó que le esperaba un hermoso atardecer. Se acercó a la mezquita, se quitó los zapatos y entró. Luego buscó el Este y se sentó sobre la alfombra roja y verde. Lunas y estrellas la rodeaban.

Volvió a la plaza y le preguntó al camarero de una de las terrazas por el autobús a Kyrenia. Lo había olvidado: a ese lado de la frontera Kyrenia se convertía en Girne. En realidad no podía decir que sus habitantes no fueran amables; su reticencia al diálogo tan sólo se debía a una especie de pacto de silencio. El autobús saldría dentro de media hora aproximadamente. Le esperaba un trayecto más largo y errático que en coche. Tenía más de una hora por delante para recordar. Pero el castigo hubiera sido olvidar.

Llegó a Kyrenia pasadas las dos. Almorzó en un kebab, en el que preguntó cómo podía llegar a Bellapais. El hombre que atendía el local se ofreció a llevarla, tenía que subir hasta allí para llevar una mercancía. Ella le esperó en el puerto. Entró en un bar de corte occidental, atraída por los estridentes ritmos orientales que de él salían. No había nadie. Ante la mirada sorprendida del barman pidió un whisky con hielo y se lo bebió a pequeños sorbos.

Eran cerca de las seis cuando llegaron a Bellapais, donde se encontraban los restos de la abadía gótica más hermosa del Mediterráneo. Se sentó a la sombra del árbol de Durrell (4), frente la abadía. “Se lo advierto, señora, si va usted a Bellapais ya no querrá marcharse de allí”, le había dicho un taxista dos años atrás. Tenía que entrar, esa era la consigna. “Entra en la abadía de Bellapais”. Y luego debía entrar en el refectorio. Tenía que ser desde el refectorio. El piano seguía allí, cerrado. El sol entraba por los ventanales sin cristales, abiertos al mar desde el promontorio y protegidos del exterior por unos gruesos barrotes que proyectaban su sombra contra la solería de piedra. Se agarró a ellos y dejó caer la frente. A lo lejos se adivinaban los picos de la sierra del Tauro, al sur de Turquía.

“Tienes que hacerlo”. Sacó una caja del interior del bolso. Le sudaban las manos, aunque ahora tenía frío, un frío que el tibio sol de finales de verano no conseguía calmar. Sintió una punzada en la boca del estómago. Arrojó las cenizas al vacío. Se perdieron en la nada, dispersas entre las colinas. Luego se impregnó las yemas de los dedos con los restos y se acarició el rostro, primero los pómulos, luego la frente y finalmente la barbilla, como si siguiera un ritual. Se apoyó contra el muro, en el extremo opuesto al piano, y recordó lo que él le había dicho, o mejor, lo que le había escrito, un deseo expresado en una de sus cartas. Le había dicho cuánto deseaba poder bailar con ella el Tenesse Waltz. Y le pareció que aquel lugar habría sido perfecto para bailar ese vals.

Cuando hizo lo que él le había pedido, abandonó el refectorio. En el claustro estaban desmontando los andamios de un escenario improvisado para un festival de verano. Salió de la abadía, cruzó la calle y subió a la terraza del café de enfrente para contemplar la vista. La hipnótica música de Omar Faruk la retuvo. Se sentó y pidió un té. Sacó la caja de las delicias turcas y escogió una. Se la comió muy despacio, cerrando los ojos e intentando discernir cada uno de los sabores especiados. Pasó la lengua por el borde de los labios apurando los restos del azúcar glass. Y por un instante fue como si el tiempo no hubiera pasado. Y pensó que tal vez él tenía razón al decir que el tiempo no existía. La llamada a la oración, solapada por el sonido del ney, la darbuka y el bandir, con aquel paisaje de fondo en el que las agujas de las ruinas reflejaban la luz dorada del sol a la caída de la tarde, hacían de Bellapais un lugar sagrado. Comenzaba a soplar una brisa suave que mecía las hojas de los limoneros. Al norte de la isla quedaba Turquía; al sur, la ciudad de Alejandría. Y cuando fue a mirar al Este recordó la respuesta a su pregunta. “Mira al Este”. Más allá del mar, en el lejano desierto de Siria, en medio de las ruinas de la antigua ciudad de Palmira, el templo del dios Baal la esperaba: el próximo lugar sagrado de un itinerario que acababa de iniciar y que debía completar antes de volver a casa. Al oeste, mucho más lejos, en la costa de California, un nuevo día estaba a punto de comenzar. Allí, en una casa en la playa de Santa Mónica, bañada por las aguas del Pacífico, Tim y las niñas dormirían plácidamente, acunados por un mar distinto al de ella.

Tomó un sorbo de té caliente y dulzón. La luz ya había perdido el brillo del crepúsculo, aunque un resto dorado cubría aún uno de los árboles. Un limón resplandecía bajo sus hojas. Hechizada por ese resplandor, se levantó y se dirigió hasta el árbol. Arrancó el limón y lo mordió con decisión. Masticó la cáscara y restregó la lengua contra las encías, los dientes y el paladar, para sentir así la amargura, la dulce amargura de los limones de Chipre.

Amparo de Vega. Dic. 2005


(1) “Kalispera”: En griego, “Buenas tardes”.

(2) “A glass of red wine, please”: En inglés, “Una copa de vino tinto, por favor”.

(3) The book of answers: El libro de las respuestas

(4) El escritor británico Lawrence Durrell vivió una temporada en la isla de Chipre, fruto de cuyas vivencias es el libroLimones Amargos de Chipre. Se cuenta que lo escribió bajo el llamado árbol de la ociosidad, árbol que todavía sigue allí, frente a la abadía de Belllapais.


2 comentarios:

Alberto Franco dijo...

Hacía tiempo que no nos deleitábamos con tus bellos relatos. Gracias, Amparo, por volver a la esquina y trasladarnos a esos paisajes que nos enriquecen.

Helienne dijo...

Un relato muy exótico y bien ambientado. Sin duda viajar y leer son las actividades que más cultura dan "la patria que verdaderamente vale la pena" como diría Pérez Reverte. Me encanta cómo este viaje simboliza el intento de encontrarse a uno mismo.