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viernes, 19 de febrero de 2010

EL RINCÓN DEL RELATO. La mirada del Tuareg

LA MIRADA DEL TUAREG

La semana pasada me llamaron de una galería de la ciudad para proponerme una retrospectiva, una propuesta irresistible para un fotógrafo que tiende a mirar al pasado. Acepté y me puse a pensar en las fotografías que seleccionaría. La primera que me vino a la cabeza y me pareció perfecta para la cartelería de la exposición fue aquel primer plano del rostro de un tuareg con la que gané mi primer premio. Aunque no la considere mi mejor trabajo, la mirada de ese tuareg va asociada al recuerdo más intenso que conservo de aquellos años.

Hay personas que pasan por delante de ti sin mirarte, aunque tú busques insistentemente su mirada. E incluso alguna puede llegar a instalarse en ti para el resto de tu vida, sin que puedas hacer nada por evitarlo.

Conocí a Elisa a comienzos de la primavera del ochenta y cinco, aunque no sabría precisar cuando reparé en ella por primera vez. Yo estaba acabando mi tesis sobre el personaje de Amanda en “El zoo de cristal” de Tenesse Williams y comenzaba a ganarme algún dinero como fotógrafo. Ella estudiaba filología clásica. A menudo me la cruzaba por las escaleras de la facultad, con frecuencia en la biblioteca y, muy raramente, en la cafetería. Siempre estaba sola, y nunca miraba al frente. Pasó mucho tiempo hasta que pude ver sus ojos, y más aún hasta que posó su mirada sobre la mía. En cuanto a su nombre, no lo escuché de su boca.

Yo salía con varias chicas, pero no estaba comprometido con ninguna. Y sólo sentía el pellizco en el estomago cuando presentía, aun antes de traspasar la puerta de entrada a la facultad, que iba a distinguir a lo lejos su larga melena castaña, diferente a cualquier otra.

Un día la vi sentada en el patio de butacas del teatro Olympia, en el barrio de El Carmen, la zona de moda de la época. Una compañía de teatro independiente representaba “La noche de Molly Bloom”. Me senté cerca de ella y ya no pude concentrarme en la función sino en el sonido de su respiración. Lo único que recuerdo de la representación es a Molly sentada en la cama, cepillando su pelo y mirándose en un espejo de mano con un retrato de un hombre en el anverso. Tal vez lo recuerde porque aún conservo un pequeño cartel, ya amarillento, de aquella obra. Lo enmarqué no hace mucho y lo colgué en mi estudio. A la salida del teatro la seguí por las calles del barrio hasta que entró en el portal de su casa, junto a un taller de mecánica. Aún hoy, a veces, después de tanto tiempo, cuando voy por el barrio del Carmen, me desvío llevado por la inercia y voy a parar a ese taller.

Una noche de sábado salí con mi compañero de piso a tomar unas copas. Entramos en Underground, había poca gente y sonaba una canción de Fleetwood Mac. Nos llamó la atención una rubia que estaba sentada en la barra, aparentemente sola. Poco después apareció ella y se sentó junto a la rubia. “Elisa, ¿qué te pido?”, le preguntó, y yo le dije a mi amigo: “La rubia para ti”. Nos aproximamos hasta ellas. Mi amigo comenzó a charlar con la amiga de Elisa, que estaba entretenida con un juego de tres en raya que había sobre la barra. Me senté en un taburete junto a ella, me introduje con sigilo en su juego, sin decir nada, e iniciamos de manera tácita una partida que me hizo abstraerme de todo lo demás. Sólo de manera intermitente llegaba hasta mí la risa nerviosa de mi amigo y la rubia.

Llegó el momento de abandonar el local, que para entonces ya estaba atestado de gente. Yo propuse que fuéramos a tomar una copa a Babel, una casona de varias plantas convertida en discoteca con tres pistas de baile y colchonetas repartidas en las entreplantas donde se podía mantener una conversación sin gritar. Mi amigo y la rubia se perdieron en uno de sus rincones, y nosotros permanecimos sentados en la primera entreplanta, escuchando la mezcla de música procedente de las distintas pistas: Los Sultanes del Swing fundidos con el Mensaje en una Botella, ese mensaje que tantas veces he deseado enviarle. No sé cómo fue que comencé a hablarle de mi viaje a Marruecos, el desierto, los tuareg y el reportaje fotográfico que había hecho allí. Elisa seguía sin mirarme y sin articular palabra, tan sólo hacía dibujos con el dedo sobre la lona de la colchoneta, que alternaba con bucles en su pelo.

Eran las tres de la madrugada cuando volvimos a reunirnos los cuatro. Mi amigo y la rubia llevaban unas cuantas copas encima, Elisa y yo estábamos completamente sobrios. Propuse que nos tomáramos la última en mi casa, quería enseñarle a Elisa las fotos que yo mismo había revelado en el cuarto oscuro improvisado en mi piso. Apenas llegamos, su amiga y mi amigo desaparecieron, y ella y yo nos sentamos en el sofá del salón. El balcón estaba abierto de par en par, hacía calor de verano y olía a dama de noche. Dejé el álbum sobre la mesa y fui a preparar una copa y a liarme un canuto. Cuando volví, Elisa tenía el álbum entre sus manos y pasaba las páginas muy despacio mirando detenidamente cada una de las fotos bajo las que yo había anotado algunos comentarios. Me senté a su lado y comencé a contarle anécdotas que ella parecía escuchar con atención aunque siguiera sin mirarme, el rostro cubierto por esa larga melena a la que ya me había acostumbrado como su seña de identidad. Se quedó contemplando un primer plano del rostro cubierto de un tuareg, sus ojos enmarcados en khol, en los que se adivinaba una sonrisa. Le expliqué cómo había hecho aquella foto con la que había ganado un concurso aquel mismo año.

Nuestros respectivos amigos dormían en la habitación de al lado. Estaba a punto de amanecer. Le propuse a Elisa ir a desayunar al Noche y Día. Se levantó y cogió su bolso. Fuimos caminando por las calles solitarias. No me atrevía a preguntarle nada, temía que se rompiera ese maravilloso encantamiento que habíamos hecho del silencio. Elisa caminaba junto a mí con las manos en los bolsillos de su cazadora vaquera. De repente vi como se retiraba el pelo dejando al descubierto su perfil. Y cuando fuimos a cruzar la calle giró el rostro. Entonces cruzó su mirada con la mía por primera vez, aunque no fuera a mí a quien mirara. Imaginé que la tenía tras el visor de una cámara. Era la suya una de esas miradas perdidas en la nada, desenfocadas, dirigidas a todos los que contemplan una foto de alguien que mira al objetivo de una cámara, a todos en general y a nadie en particular. Pero en aquel momento yo fui el receptor de aquella mirada. Hubiera deseado acariciar su barbilla y perderme en sus ojos, pero enseguida retiró su mirada y volvió a cubrirse el rostro con su pelo. Aquel día me propuse volver a acceder a esa mirada y retenerla.

Después del desayuno la acompañé a su casa. Se quedó tras el portal con el sol primero de la mañana brillando en su pelo y me dijo adiós levantando la mano. Aquel gesto fue como un beso lanzado desde la distancia.

A partir de ese día llevaba mi Canon siempre encima. Solía perderme por las calles de los barrios antiguos de la ciudad. Me gustaba fotografiar los viejos edificios, algunos casi en ruinas, otros en fase de rehabilitación. También eran objeto de mi interés los mercadillos de domingo y los vendedores ambulantes, así como esos personajes que surgen en la noche y parecen esfumarse cuando llega el día, como si nunca hubieran existido. Pero a partir de entonces mi cámara sólo estaba pendiente de fotografiar el rostro de Elisa. Nunca pensé en su cuerpo desnudo, sólo deseaba poder mirarla a los ojos y ser mirado por ella, una mirada intencionada suya era todo lo que quería.

Fui a esperarla a la salida de clase y le pedí que me acompañara a la playa a tomar unas fotos. Ella aceptó con esa manera suya de asentir, sin decir nada, siguiendo mis pasos. Una vez allí le dejé la cámara y le dije que fotografiara lo que le apeteciera. Pasamos la tarde caminando junto a la orilla, tomando fotos de los surcos que el agua dejaba en la arena y las huellas de nuestros pies desnudos. Luego, conforme una intimidad difícil de definir iba creciendo entre nosotros, la cámara fue posándose en otros elementos que ya no estaban a ras del suelo. Le enseñé cómo fotografiar una puesta de sol desafiando el contraluz y manejando la proporción inversa de la velocidad y el diafragma. Nos sentamos en la arena, lié un canuto y encendí el cassette del coche. Y entonces, cuando el sol era ya un enorme círculo anaranjado a punto de esconderse en el mar, ella me regaló su primera sonrisa. Desde el coche sonaba aquella canción, Hallelujah. Esa misma canción que a veces hoy llega hasta mí como un guiño, versionada por Bruce Springsteen, desde una de las emisoras que llevo presintonizadas en mi coche. Le ofrecí una calada y ella aceptó. Le dije que aspirara hondo y retuviera el humo, y así lo hizo. Volví a coger la cámara, intentando aprovechar la mejor luz de la tarde, esa con la que las facciones se relajan y la expresión del rostro se vuelve más genuina, manipulando el zoom con la esperanza de poder robarle un primer plano. Fue la segunda vez que giraba su cabeza desde que la conocía. Esta vez lo hizo a conciencia, su mirada iba dirigida a mí, aunque yo sólo pudiera verla tras el objetivo. Hice un encuadre rápido, la enfoqué y disparé. La mirada de aquella foto podía crear la ilusión de estar dirigida a cualquiera que la contemplara, sin embargo, en aquella ocasión, tenía la certeza absoluta de que su mirada iba dirigida a mí y sólo a mí: la mirada líquida de unos ojos bordeados de eye liner.

Después de aquella tarde de comienzos del verano Elisa desapareció al igual que aquellos extraños personajes de la noche que parecen esfumarse cuando llega el día. No volví a verla por la facultad, y cuando me atreví a llamar a todos los pisos de su portal nadie parecía conocerla. Mi amigo también le había perdido la pista a la rubia, por la que no había vuelto a mostrar ningún interés tras aquella primera noche.

Conservo aquella foto de Elisa, la única que tengo, en el fondo de una caja en el altillo de mi dormitorio, que rara vez abro. A nadie se la he enseñado, y con nadie quiero compartirla.


A. de Vega


2 comentarios:

PPV dijo...

Escribes muy bien Amparo, gracias. Tus palabras nos envuelven y nos llevan a mundos interiores, atardeceres ideales, ilusiones o deseos ocultos con, por ejemplo, nombre de Elisa.

Pimba dijo...

Gracias a ti, Pepe. Espero que podamos leer algo tuyo pronto.

A. de Vega