Mis días con Gádor
A Marga
Decía Proust que el deseo nos fuerza a amar lo que nos hará sufrir. La Gádor de este relato sucumbió al deseo y sufrió mucho por amor. Quiero pensar que ahora está en un lugar en el que es feliz.
Llevo puesto mi abrigo largo negro, ese que a ella tanto le gustaba. Me subo las solapas para cubrirme el cuello y me rodeo la cintura con los brazos mientras me balanceo hacia delante y hacia atrás y miro a Gádor tras el cristal. “Hay que leer más a Proust”, fue la primera frase suya que me hizo comenzar a mirarla de manera diferente e intentar descubrir lo que se escondía tras su mirada ausente.
Su hijo Marcel se acerca hasta mí acompañado de un hombre y una mujer. Me dirige una sonrisa forzada y posa su mano en mi hombro. Aprovecho para apretarla contra la mía y le miro fijamente. La pareja que venía con él se ha detenido frente al cristal.
La semana pasada asistí a un congreso en Málaga, la ciudad de Gádor. Aproveché una conferencia que carecía de interés para dar un paseo por el casco antiguo de la ciudad. En la Fundación Picasso exponían una colección de fotografías de Man Ray. La mayoría de ellas me resultaron familiares, las había visto en publicaciones o reproducciones, alguna de las cuales tengo en casa. Sin embargo, llamó mi atención el retrato de Marcel Proust en su lecho de muerte: las cuencas de los ojos rodeadas de una sombra gris oscuro que resaltaba la extrema palidez de su nariz aguileña y sus pómulos, muy marcados. Nunca había visto una fotografía de Proust en la que la figura del hombre me pareciera tan atractiva. Y mientras contemplaba ese rostro sin vida recordaba las palabras de Gádor.
La pareja ha vuelto a la sala con Marcel. Es la primera vez que veo el rostro de Gádor sereno. Siento cierta satisfacción al pensar que las ideas que bombardeaban su cabeza ya no seguirán haciéndole daño. “Dos años estuve encerrada con Hegel”. Acaba de entrar Sebastián. Ha esquivado la mirada de Marcel y, al verme, se dirige hasta mí. Me levanto y nos damos dos besos, de esos en los que los labios no llegan a abrirse ni a rozar la mejilla. Es uno de esos alumnos que superan a su maestro. Cuando Gádor salió de su encierro con Hegel, fue él quien le ayudó a adaptarse al mundo material. La hacía reír, le compraba flores y la invitaba a comer en los comedores universitarios.
A Gádor le gustaba mi armario. Siempre se fijaba en mi indumentaria. Solía acariciar los botones de mi blusa y retirarme el pelo de la cara para examinar mis pendientes y oler mi cuello. “Hoy llevas un perfume nuevo”. “No, Gádor, es el mismo de siempre”. “Pues hoy huele diferente”.
Salgo al pasillo. La ventana está empañada con la bruma de la mañana. Escribo su nombre con mi dedo sobre el cristal. Luego abro la ventana y respiro el aire fresco de comienzos de febrero. Es un día extraño para que Gádor se vaya. Era de las personas a las que imaginas que le dirás adiós una de esas tardes de verano, tan largas. Nunca nos regalamos ningún objeto; no sabría decir por qué -he regalado cosas a otras personas que significaban mucho menos para mí-. Sin embargo, sí que nos regalamos horas de compañía en silencio, y palabras, muchas palabras. “¿Qué tienes hoy para comer?”. Jamás se había interesado nadie por esas pequeñas rutinas que conforman la vida cotidiana. Nuestras diferencias eran de una índole extraña, cuya naturaleza nunca he llegado a comprender. En realidad nunca llegamos a tener un enfrentamiento real, ni problemas de rivalidad femenina; incluso llegamos a compartir un hombre en una noche loca en Tánger. Y es en este momento, en el que siento la luz cálida de mis días con Gádor en aquella ciudad, cuando Marcel viene de nuevo hasta mí con una sonrisa gélida en la comisura de sus labios. “Tienes que venir a casa. A mamá le hubiera gustado que lo hicieras”.
Camino por las calles del centro de la ciudad; llevo mi abrigo largo negro, las solapas levantadas, aunque la primavera está próxima y el azahar comienza a dejarse sentir en el ambiente. Me dirijo a casa de Gádor. Aunque se ha ido sin avisar, no puedo decir que su partida me haya sorprendido. Cuando me la encontraba sentada en algún café, a media tarde, fumando, sin apenas sostener el cigarrillo, y dando largos tragos a un vaso de cerveza, con los finos capilares asomando en su rostro sonrosado, me detenía, aunque tuviera prisa, le daba un abrazo y le cogía las manos, invariablemente frías y húmedas. Era como si la vida se resbalara entre sus dedos y le resultara imposible retenerla.
Marcel me abre la puerta. “Pasa. Estoy preparando el té”. Me cuelo en su dormitorio. Me quito el abrigo y lo dejo sobre la colcha de ganchillo que cubre su cama. Siento el eco discontinuo del perfume dulzón de Dior que surge de algún lugar indefinido, impregnando momentáneamente toda la habitación. Abro su armario y busco intuitivamente su vestido floreado de seda de Guy Laroche. Saco la percha: el olor, convertido en esencia, se hace ahora más intenso. Como si estableciera una relación espontánea, miro hacia la cómoda sobre la que distingo una fotografía de poca resolución, de las que hacíamos con una pocket instamatic y con las que era posible abarcar grandes panorámicas y enfocar a la vez el primer plano de un rostro: un picado de Gádor y mío en la colina del Marshan, con el Estrecho de fondo. Acerco el vestido a mi nariz y luego lo dejo sobre la cama, junto a mi abrigo.
“El té está servido. No pienso dejar que Sebastián se lleve nada, pero tú puedes coger lo que quieras”. Apenas hablamos mientras sorbemos el breakfast tea, que a Marcel nunca le ha gustado pero que hoy parece saborear como su particular pequeño homenaje. Paseo con la mirada por los objetos del salón, pequeño reducto de una rancia herencia de cortijo andaluz que le costara a Gádor una ruptura filial.
Poco antes de irme, mientras Marcel recoge los servicios del té, vuelvo a la habitación de mi amiga. Miro de cerca esa foto de finales de los ochenta que casi había olvidado. Querida Gádor –siempre me gustó tu nombre-, siento haberte descuidado en estos últimos años, no haberte acompañado por los bares de la ciudad y ofrecerte mis ojos para que reposaran los tuyos, cansados de vagar sin rumbo.
Me desnudo y me pongo su vestido, demasiado ancho, demasiado corto, pero me hace sentirme cerca de ella, y eso me gusta. Cuelgo mi abrigo negro en la percha de su vestido y lo guardo en su armario. Luego salgo de la habitación y me despido de Marcel con un único beso en la mejilla.
Camino de regreso a casa. Llevo puesto el vestido floreado de seda de Guy Laroche. Me froto los brazos con las manos para protegerme del aire que ahora comienza a refrescar, pero vuelven de nuevo a mí los días pasados con ella más allá del Estrecho, la brisa se vuelve cálida, pienso que mi abrigo negro está ya para siempre con Gádor y que volveré a encontrarme con ella si sigo el camino de Swam.
Amparo (la sometida a las corrientes de aire del segundo pasillo según se entra según se sale del ascensor A)
2 comentarios:
Me ha dejado muy pensativo este relato lleno de sensaciones y viajes interiores. Tanto aroma en tan pequeño frasco, el de este blog, que se va llenando de calidad gracias a nuestra Amparo. Te seguiré fielmente en este rincón literario de la eaquina, con la ansiedad del niño de Proust esperando el beso antes de acostarse.
Me gusta tu prosa poética. No estoy de acuerdo con Proust, no creo que el deseo nos tenga que hacer sufrir.
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